martes, 7 de abril de 2015

Polvos limeños

Ø  POLVOS LIMEÑOS

Durante el transcurso de las funciones de la “Velada de Teatro Mágico -sólo para locos” había conocido a Quique Luccone –llegó al teatro traído por el Ferchu, un viejo amigo de la adolescencia- que al cabo de tantas asistencias terminó ganándose nuestra confianza. Era un habitual proveedor de cocaína y sus convites siempre eran bienvenidos entre las filas de un elenco muy proclive a los excesos...
 Transcurre el mes de mayo. Estamos comiendo un asado en la casa del Ferchu y azarosamente –entre whiskys y pases de sobremesa- hablamos del negocio de la merca. Así me entero del mecanismo de compra y venta del veneno. Me cuentan que habitualmente el Ferchu viaja a Santa Cruz de la Sierra y es el quién trae la merca que consumimos. Pero que quién financia las operaciones es Quique y que ahora es él quien tiene la intención de ir a Lima, Perú, porque allá el producto tiene mejor calidad y menor costo.
 Irreflexivamente -tentado por lo fácil que aparentaba ser la movida y los márgenes que dejaba- le propongo mi participación en el negocio. Inesperadamente dice que si. Pactamos el acuerdo y fijamos fecha para la partida.
 Casi sin solución de continuidad preparo mi canuto: traeré 1 Kilo camuflado en el estuche de mi flauta traversa -aquella que me acompañara en tantos circuitos europeos...
Armo el pull de compradores que aportarán capital para el busines –algo así como u$s 2000- y el 20 de mayo despegamos hacia Lima con escala en Salta, la linda.
Supuestamente Don Luccone tenía firmes contactos en Lima...
A poco de llegar la realidad lo desmiente. No hay tales contactos. Ya jugados, hay que conseguir la merca como sea. Pero no sabemos dónde. Ni como.
Quique Luccone está paralizado y no atina reacción alguna. Los días pasan y nada.

Una tarde abordamos un taxi y casi sin pensarlo disparo la pregunta: ¿dónde se puede conseguir algo para... tomar...? ¿para tomar? Me responde el chofer mirando con aire de complicidad por el espejito retrovisor. Sí, para levantar el ánimo... –digo.
Sigue un diálogo en clave de secreta complicidad y él nos asegura que tiene posibilidades de procurar lo que buscamos. Quedamos en que a la mañana del día siguiente nos pasará a buscar por el hotel para definir los términos del negocio...

A las 10:00 dice presente en la recepción y abordamos su VW fusca rojo y desvencijado con rumbo desconocido.
El periplo nos lleva hacia las afueras de Lima. Periferia 3º world, you know…
 Si bien habíamos tenido la precaución de dejar el cash en el hotel nuestra desconfianza empieza a crecer cuando nos internamos en una gigantesca villa miseria de un suburbio alejado. Pensamos que en breve tendríamos problemas...
Estamos a una hora de Lima, en un paraje marginal y rodeados por cholos que nos observan animosamente... Nos detenemos en una chabola de adobe, la calle es un barrial de aguas servidas. El taxista ordena que no nos bajemos del coche; que lo esperemos dentro y con las puertas trabadas.
Al quedarnos solos Luccone monta en pánico; pretende que nos bajemos y salgamos de allí. Trato de calmarlo explicándole que no sabríamos a dónde ni como salir de ese laberinto. Tranquilizate, le digo, está todo bien, no llevamos nada encima que pueda interesarles.
Al cabo de un rato –que pareció eterno- vuelve nuestro cicerón... Mientras intenta poner en marcha el auto nos dice que las novedades no son buenas. El motor no responde. Insiste y nada. Vuelve a intentarlo y muerto. Comienzan a rodearnos los lugareños. Imaginamos lo peor. En un segundo pensamos como zafar del quilombo.
Sin embargo ellos sólo tratan de ayudarnos a mover el Volkswagen... Empujan y el motor se pone en marcha. Salimos airosos de ese pantano de paranoia. Pero la merca sigue sin aparecer...

Al día siguiente –cuando ya estábamos en tiempo de descuento- nuestro taximan aparece diciendo que hay un nuevo contacto.
Otra vez a bordo de su fusca colorado –pero ya más confiados- nos entregamos al destino que el decide. Nos previene que iremos a... ¡un cuartel militar!!! Asegura que el dato es posta y que allí tienen lo nuestro. Segurito, pués –acota...
Al cabo, estamos ingresando en una base del ejército.
Previa requisa del móvil -acompañada de los obligados saludos marciales- nos recibe en su despacho un simpático y locuáz teniente que al reír –cosa que hacía al final de cada frase- exhibe una dentadura desbordante en piezas de oro y plata. Nos hace esperar en su oficina. Habla a solas con nuestro hombre –que a la sazón ya era un amigo... y finalmente confirma que la transacción es viable. Pero no hoy, desde ya. Por lo menos necesito un semana –dice el oficial.
¡Imposible!!! –replicamos nosotros a coro-, nuestro ticket de vuelta se vence en dos días... Entonces no way –responde el milico.
De nuevo la paranoia. Nos despide murmurando algo al oído de nuestro guía y salimos de la oficina. ¿y ahora qué? Preguntamos con un aire de fracaso y desaliento a nuestro alfil.
Ya veremos pués –responde misterioso el contacto limeño.
Regresamos al hotel sin que medie una palabra en todo el trecho. Al bajarnos dice que mañana se comunicará con nosotros.

La desazón nos embarga dejándonos sin ideas alternativas. Todo parece haber terminado en un fracaso estrepitoso. Sólo nos queda un día en Lima y nada hay.
Es jueves por la tarde y el avión a Buenos Aires sale el sábado a las 7:00 de la mañana.
Hay 36 horas para procurar lo imposible.
A última hora de la noche nos pasan un llamado a la habitación del hotel. Es nuestro hombre en Lima. Dice que ahorita sí, que mañanita por la mañana segurito tendremos lo nuestro. Perdidos por perdidos sólo podemos confiar un vez más...
Llega la ansiada mañana y el fulano ni aparece ¡Horror! Regreso sin gloria ni mercancía, ese parece ser nuestro destino.
Al mediodía se produce el llamado milagroso. Estoy yendo para allí -dice entusiasta- apróntense pues, que llegaré en media horita ¿ya?. Aparece a los 15 minutos. Vamos pues, compadres -nos dice jubiloso. ¿tienen el dinero? Nos miramos incrédulos ante la frontalidad de la pregunta que nunca antes había formulado. Dudamos. Primero sepamos de que se trata, decimos. Ah no, compadre... esto es un movimiento y se arregla ahicito nomás. Sin más trámite... ¿entonces, qué hacen? –dice cortante. ¿Qué hacer?, -pensamos... ¿correr el riesgo de la última oportunidad o dejar pasar la ocasión? Nos miramos. Por las mías digo sí. Quique piensa... Finalmente dice OK. Buscamos la guita escondida en la habitación y partimos nuevamente con rumbo desconocido...

Ingenuamente pensamos que al ser pleno mediodía es todo más seguro, pero... ¿a dónde nos lleva este desconocido? Y con 4000 dólares encima.
El viaje es corto. Llegamos a un barrio clase media. Estacionamos en la vereda de una plaza. Hay gente en los bancos. Todo está tranquilo. Vamos bien. Al instante, atrás nuestro frena bruscamente un enorme sedán americano –Cadillac año ’60, negro reluciente, 4 puertas, vidrios polarizados. De su interior emerge ensordecedor el ritmo de una cumbia bailantera...
Nuestro hombre baja y -una vez mas...- pide que nos quedemos en el auto. Obedecemos. Se dirige hacia el móvil del Avispón Verde. Se abre la puerta trasera y sube.

Al cabo de unos minutos –mientras por el parabrisas sólo veíamos la cabeza de un pequeño conductor con enormes lentes negros, camisa floreada, tez oscura y cabello engominado en actitud impasible- regresa al coche y dice que todo está OK. Nos da un pequeño papel de cigarrillos y acota: éste es el pó. A 5 millones el kilo. Ahorita pruébenlo. Si está bien me dan los soles y traigo el polvo. Incrédulos nos miramos sin atinar a responder. Deliberamos. Sólo tenemos 4.000, y son dólares, que al cambio no llegan a ser ni 8 millones... Además querríamos pesarla. Esperen, dice él –que ya casi se comportaba como nuestro jefe. Baja nuevamente y desaparece dentro de la enorme mole de lustrosa chapa negra. Vuelve y dice: quieren Soles y ya está pesada. Venga uno conmigo y arréglese con ellos. Luccone se ofrece a ir. Acepto y le encomiendo que esté atento y no cierre trato hasta ver la merca y probarla de nuevo. Le pregunto si es capáz de calcular el peso en función del volumen. Dice que sé. Confío. Pongo mis 2.000 en sus manos y me encomiendo al Inca.
Estoy sólo en el fusca y la espera se hace eterna. No entiendo porque no vuelven. Hace calor y estoy muy nervioso. La música sigue a un volumen insoportable para cualquier tímpano humano. Pero a la vez es lo único que me da seguridad, no sé porqué. Al tiempo –cuando ya mi paciencia expiraba- llegan ambos y suben al escarabajo. Quique está totalmente transpirado, empapado como si saliera de una ducha, pero blanco como un papel. Arrancamos y le pido que me diga lo que pasó. Casi no puede hablar. Me preocupo. ¿cómo fue todo? –pregunto alterado. Bien –responde parco y me muestra un paquete envuelto en periódicos. Respiro.

Llegamos al hotel y nos despedimos del peruano.
Una vez arriba Luccone se encierra en el baño con el paquete. Intento abrir la puerta. Está cerrada con llave. Golpeo y no abre. Vuelvo a golpear con violencia. Nada. Pateo. Escucho la cerradura girar y veo una mano que desde el piso, abre la puerta. Quique está tirado y el paquete abierto sobre el inodoro muestra una montaña enorme de polvo blancuzco y brillante. Mis sensaciones se mezclan. A la tranquilidad que siento por ver la coca se la suma el desconcierto de no entender que le pasa a éste pibe. Intento que diga algo. Me mira atónito desde el suelo. Sin reacción. Me asusto. Le mojo la cabeza. Sigue igual. Pienso en llamar a la recepción por un médico. Al toque registro que es absurdo, con dos kilos (¿serían dos...?) de merca ahí... Me sereno. Vuelvo a preguntarle que le pasa; que tiene. Lo zamarreo. Lo cacheteo. Parece querer reaccionar. Me calmo.
Intenta balbucear unas palabras que no entiendo pero vuelve a derramarse por el piso. Mañana a las 6:00 tenemos que volar –pienso- y hay que preparar todo y no se que hora será pero seguro que es casi de noche y no se que hacer con este pibe en este estado de catarsis.
Mientras todas las dudas resuenan en mi cabeza Lucone atina a reaccionar. Me mira -logra fijar la mirada!!! Eso está mejor me digo, y le digo: ¿estás mejor? Asiente con la cabeza. Bueno, tomá agua y contáme que te pasa. No sé –contesta- creo que me pasé de vueltas con la merca; es pura al 90%... ¡Ah!... ¡Boludo! contesto como para mi.
Me voy a descansar un rato. El pide una botella de JB y se sirve un vaso sin hielo. Yo acompaño el mío con 2 piedras. Nos relajamos y brindamos sobre el absurdo de esa última noche limeña.

Preparamos los respectivos canutos con la incertidumbre de no saber que cantidad hemos comprado. El estuche de mi flauta queda a prueba de cualquier control aduanero. Su maletín no parece brindar la misma seguridad. Intento retocar el falso fondo de su ataché pero el resultado final no me convence... Mañana será otro día –pienso- ahora hay que cenar y descansar. Eso le propongo pero el arguye no tener hambre... está duro como una puerta... Y quiere seguir tomando.
Yo encaro mi cena y lo dejo en la habitación. Al regresar su estado es preocupante por demás. Me encomiendo a los dioses e intento dormir.
Me despierto al cabo de unas horas y compruebo que mi colega no está. Intento conciliar el sueño nuevamente y cuando la claridad del alba que me despierta, recortándose en el marco de la puerta asoma la figura de Luccone. Está completamente desaliñado: la camisa hecha jirones, la cara magullada, el labio partido y un ojo en compota. Parece un retrato de Bacon.
Me explica sollozando que se fue a la disco y en un entrevero de polleras cobró a lo grande. Está desesperado por su aspecto, y el viaje; en ciernes. Un nuevo y alarmante signo de preocupación me embarga rápidamente: encarar migraciones con 1 kilo y un fulano en ese estado brinda pocas garantías. Pero la partida es inminente. Trato de no pensar demasiado. Andá y duchate con agua fría, despejate bien y después vemos como te arreglamos, dale que no hay tiempo; le digo intentando ocultar mi desesperación. Por si hay cuestionamientos a su aspecto armo la coartada de que sufrió un intento de robo la noche anterior... no es tan convincente ni original como su aspecto, pero algún texto hay que tener para pelar...

Llegamos al aeropuerto a las 6:00. Encaro migraciones con absoluta confianza en mis fuerzas y una simpática y positiva actitud. El socio decide tomarse unos minutos antes de enfilar ¿al matadero?... Paso sin contingencias y lo saludo desde la sala de embarque. Me mira asustado y pienso que su cara es una invitación a perder... Afortunadamente el oficial de migraciones estaba en un buen -¿o mal? día y después de un extenso interrogatorio pasa al próximo nivel. El primer escollo está salvado.
Gran alivio gran.
Ahora vendrán ocho horas de viaje hasta Ezeiza, serán horas a bordo de un 747 en el que,  apoltronado en su butaca del pasillo, Luccone abría reiteradamente su attache y lo rociaba copiosamente con Opium YSL –su fragancia predilecta- hasta el desembarco en tierra patria…  
Allí nos espera el verdadero filtro. Me dirijo a la fila “Nada para declarar” y salgo airoso ante el cálido recibimiento del agente aduanero. El compañero Quique también pasa exitosamente.

Es una hermosa mañana de sábado y atravesamos las puertas de salida buscando un confortable remís...
La vuelta depara días de vida agitada. Sin haber meditado previamente en las vicisitudes que acarrearía el deshacerme de tamaño cargamento –finalmente habría de resultar poco mas de un kilo y medio (y no dos...) que dividimos en partes iguales...
De golpe me veo atendiendo un “kiosko” para un público invasivo que no respeta horarios ni límites cuando trata de procurar su dosis. Me siento en un submundo indeseable en el que la sórdida densidad que reina impregna cada gesto.
Sin embargo –quizás cebado por el ingreso de guita fácil- acepto una “invitación” del Ferchu para un nuevo viaje –esta vez a Santa Cruz de la Sierra, Bolivia- y hacia allá me dirijo el 16 de mayo para regresar en cuatro días –esta vez con el peso correcto y sin mayores contratiempos- con otro kilo en el estuche de mi flauta (aquella que me acompañara en el metro catalán...)


Otra vez al ruedo y al “kiosko” indeseado, pero ahora con más experiencia en el tema, manejando mejor la situación, poniendo límites: “sofisticando” la actuación monto un personaje de “dealer-dandy-chic” que, ataviado al uso new-wave ochentoso despachaba sus raciones desde Shams –boliche nocturno en el que disponía de un rincón exclusivo con mesita personal y frapera de champagne ad-hoc… (y buehhh, quien no tuvo su fantasía little Italy; la mía, a la “façon de Marseille”). 

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