Ø POLVOS
LIMEÑOS
Durante el transcurso de las
funciones de la “Velada de Teatro Mágico -sólo para locos” había conocido a Quique Luccone –llegó al teatro
traído por el Ferchu, un viejo amigo de la adolescencia- que al cabo de tantas
asistencias terminó ganándose nuestra confianza. Era un habitual proveedor de
cocaína y sus convites siempre eran bienvenidos entre las filas de un elenco
muy proclive a los excesos...
Transcurre el mes de mayo.
Estamos comiendo un asado en la casa del Ferchu y azarosamente –entre whiskys y
pases de sobremesa- hablamos del negocio de la merca. Así me entero del
mecanismo de compra y venta del veneno. Me cuentan que habitualmente el Ferchu
viaja a Santa Cruz de la Sierra
y es el quién trae la merca que consumimos. Pero que quién financia las
operaciones es Quique y que ahora es él quien tiene la intención de ir a Lima,
Perú, porque allá el producto tiene mejor calidad y menor costo.
Irreflexivamente -tentado
por lo fácil que aparentaba ser la movida y los márgenes que dejaba- le
propongo mi participación en el negocio. Inesperadamente dice que si. Pactamos
el acuerdo y fijamos fecha para la partida.
Casi sin solución de
continuidad preparo mi canuto: traeré 1 Kilo camuflado en el estuche de mi
flauta traversa -aquella que me acompañara en tantos circuitos europeos...
Armo el pull de compradores
que aportarán capital para el busines –algo así como u$s 2000- y el 20 de mayo
despegamos hacia Lima con escala en Salta, la linda.
Supuestamente Don Luccone
tenía firmes contactos en Lima...
A poco de llegar la realidad
lo desmiente. No hay tales contactos. Ya jugados, hay que conseguir la merca
como sea. Pero no sabemos dónde. Ni como.
Quique Luccone está
paralizado y no atina reacción alguna. Los días pasan y nada.
Una tarde abordamos un taxi
y casi sin pensarlo disparo la pregunta: ¿dónde se puede conseguir algo para...
tomar...? ¿para tomar? Me responde el chofer mirando con aire de complicidad
por el espejito retrovisor. Sí, para levantar el ánimo... –digo.
Sigue un diálogo en clave de
secreta complicidad y él nos asegura que tiene posibilidades de procurar lo que
buscamos. Quedamos en que a la mañana del día siguiente nos pasará a buscar por
el hotel para definir los términos del negocio...
A las 10:00 dice presente en
la recepción y abordamos su VW fusca rojo y desvencijado con rumbo desconocido.
El periplo nos lleva hacia
las afueras de Lima. Periferia 3º world, you know…
Si bien habíamos tenido la
precaución de dejar el cash en el hotel nuestra desconfianza empieza a crecer
cuando nos internamos en una gigantesca villa miseria de un suburbio alejado.
Pensamos que en breve tendríamos problemas...
Estamos a una hora de Lima,
en un paraje marginal y rodeados por cholos que nos observan animosamente...
Nos detenemos en una chabola de adobe, la calle es un barrial de aguas
servidas. El taxista ordena que no nos bajemos del coche; que lo esperemos
dentro y con las puertas trabadas.
Al quedarnos solos Luccone
monta en pánico; pretende que nos bajemos y salgamos de allí. Trato de calmarlo
explicándole que no sabríamos a dónde ni como salir de ese laberinto.
Tranquilizate, le digo, está todo bien, no llevamos nada encima que pueda
interesarles.
Al cabo de un rato –que
pareció eterno- vuelve nuestro cicerón... Mientras intenta poner en marcha el
auto nos dice que las novedades no son buenas. El motor no responde. Insiste y
nada. Vuelve a intentarlo y muerto. Comienzan a rodearnos los lugareños.
Imaginamos lo peor. En un segundo pensamos como zafar del quilombo.
Sin embargo ellos sólo
tratan de ayudarnos a mover el Volkswagen... Empujan y el motor se pone en
marcha. Salimos airosos de ese pantano de paranoia. Pero la merca sigue sin
aparecer...
Al día siguiente –cuando ya
estábamos en tiempo de descuento- nuestro taximan aparece diciendo que hay un
nuevo contacto.
Otra vez a bordo de su fusca
colorado –pero ya más confiados- nos entregamos al destino que el decide. Nos
previene que iremos a... ¡un cuartel militar!!! Asegura que el dato es posta y
que allí tienen lo nuestro. Segurito, pués –acota...
Al cabo, estamos ingresando
en una base del ejército.
Previa requisa del móvil -acompañada
de los obligados saludos marciales- nos recibe en su despacho un simpático y
locuáz teniente que al reír –cosa que hacía al final de cada frase- exhibe una
dentadura desbordante en piezas de oro y plata. Nos hace esperar en su oficina.
Habla a solas con nuestro hombre –que a la sazón ya era un amigo... y
finalmente confirma que la transacción es viable. Pero no hoy, desde ya. Por lo
menos necesito un semana –dice el oficial.
¡Imposible!!! –replicamos
nosotros a coro-, nuestro ticket de vuelta se vence en dos días... Entonces no
way –responde el milico.
De nuevo la paranoia. Nos
despide murmurando algo al oído de nuestro guía y salimos de la oficina. ¿y
ahora qué? Preguntamos con un aire de fracaso y desaliento a nuestro alfil.
Ya veremos pués –responde
misterioso el contacto limeño.
Regresamos al hotel sin que
medie una palabra en todo el trecho. Al bajarnos dice que mañana se comunicará
con nosotros.
La desazón nos embarga
dejándonos sin ideas alternativas. Todo parece haber terminado en un fracaso
estrepitoso. Sólo nos queda un día en Lima y nada hay.
Es jueves por la tarde y el
avión a Buenos Aires sale el sábado a las 7:00 de la mañana.
Hay 36 horas para procurar
lo imposible.
A última hora de la noche
nos pasan un llamado a la habitación del hotel. Es nuestro hombre en Lima. Dice
que ahorita sí, que mañanita por la mañana segurito tendremos lo nuestro.
Perdidos por perdidos sólo podemos confiar un vez más...
Llega la ansiada mañana y el
fulano ni aparece ¡Horror! Regreso sin gloria ni mercancía, ese parece ser nuestro
destino.
Al mediodía se produce el
llamado milagroso. Estoy yendo para allí -dice entusiasta- apróntense pues, que
llegaré en media horita ¿ya?. Aparece a los 15 minutos. Vamos pues, compadres
-nos dice jubiloso. ¿tienen el dinero? Nos miramos incrédulos ante la
frontalidad de la pregunta que nunca antes había formulado. Dudamos. Primero
sepamos de que se trata, decimos. Ah no, compadre... esto es un movimiento y se
arregla ahicito nomás. Sin más trámite... ¿entonces, qué hacen? –dice cortante.
¿Qué hacer?, -pensamos... ¿correr el riesgo de la última oportunidad o dejar
pasar la ocasión? Nos miramos. Por las mías digo sí. Quique piensa...
Finalmente dice OK. Buscamos la guita escondida en la habitación y partimos
nuevamente con rumbo desconocido...
Ingenuamente pensamos que al
ser pleno mediodía es todo más seguro, pero... ¿a dónde nos lleva este
desconocido? Y con 4000 dólares encima.
El viaje es corto. Llegamos
a un barrio clase media. Estacionamos en la vereda de una plaza. Hay gente en
los bancos. Todo está tranquilo. Vamos bien. Al instante, atrás nuestro frena
bruscamente un enorme sedán americano –Cadillac año ’60, negro reluciente, 4
puertas, vidrios polarizados. De su interior emerge ensordecedor el ritmo de
una cumbia bailantera...
Nuestro hombre baja y -una
vez mas...- pide que nos quedemos en el auto. Obedecemos. Se dirige hacia el
móvil del Avispón Verde. Se abre la puerta trasera y sube.
Al cabo de unos minutos
–mientras por el parabrisas sólo veíamos la cabeza de un pequeño conductor con
enormes lentes negros, camisa floreada, tez oscura y cabello engominado en
actitud impasible- regresa al coche y dice que todo está OK. Nos da un pequeño
papel de cigarrillos y acota: éste es el pó. A 5 millones el kilo. Ahorita
pruébenlo. Si está bien me dan los soles y traigo el polvo. Incrédulos nos
miramos sin atinar a responder. Deliberamos. Sólo tenemos 4.000, y son dólares,
que al cambio no llegan a ser ni 8 millones... Además querríamos pesarla.
Esperen, dice él –que ya casi se comportaba como nuestro jefe. Baja nuevamente
y desaparece dentro de la enorme mole de lustrosa chapa negra. Vuelve y dice:
quieren Soles y ya está pesada. Venga uno conmigo y arréglese con ellos.
Luccone se ofrece a ir. Acepto y le encomiendo que esté atento y no cierre trato
hasta ver la merca y probarla de nuevo. Le pregunto si es capáz de calcular el
peso en función del volumen. Dice que sé. Confío. Pongo mis 2.000 en sus manos
y me encomiendo al Inca.
Estoy sólo en el fusca y la
espera se hace eterna. No entiendo porque no vuelven. Hace calor y estoy muy
nervioso. La música sigue a un volumen insoportable para cualquier tímpano
humano. Pero a la vez es lo único que me da seguridad, no sé porqué. Al tiempo
–cuando ya mi paciencia expiraba- llegan ambos y suben al escarabajo. Quique
está totalmente transpirado, empapado como si saliera de una ducha, pero blanco
como un papel. Arrancamos y le pido que me diga lo que pasó. Casi no puede
hablar. Me preocupo. ¿cómo fue todo? –pregunto alterado. Bien –responde parco y
me muestra un paquete envuelto en periódicos. Respiro.
Llegamos al hotel y nos
despedimos del peruano.
Una vez arriba Luccone se
encierra en el baño con el paquete. Intento abrir la puerta. Está cerrada con
llave. Golpeo y no abre. Vuelvo a golpear con violencia. Nada. Pateo. Escucho
la cerradura girar y veo una mano que desde el piso, abre la puerta. Quique
está tirado y el paquete abierto sobre el inodoro muestra una montaña enorme de
polvo blancuzco y brillante. Mis sensaciones se mezclan. A la tranquilidad que
siento por ver la coca se la suma el desconcierto de no entender que le pasa a
éste pibe. Intento que diga algo. Me mira atónito desde el suelo. Sin reacción.
Me asusto. Le mojo la cabeza. Sigue igual. Pienso en llamar a la recepción por
un médico. Al toque registro que es absurdo, con dos kilos (¿serían dos...?) de
merca ahí... Me sereno. Vuelvo a preguntarle que le pasa; que tiene. Lo
zamarreo. Lo cacheteo. Parece querer reaccionar. Me calmo.
Intenta balbucear unas
palabras que no entiendo pero vuelve a derramarse por el piso. Mañana a las
6:00 tenemos que volar –pienso- y hay que preparar todo y no se que hora será
pero seguro que es casi de noche y no se que hacer con este pibe en este estado
de catarsis.
Mientras todas las dudas
resuenan en mi cabeza Lucone atina a reaccionar. Me mira -logra fijar la
mirada!!! Eso está mejor me digo, y le digo: ¿estás mejor? Asiente con la
cabeza. Bueno, tomá agua y contáme que te pasa. No sé –contesta- creo que me
pasé de vueltas con la merca; es pura al 90%... ¡Ah!... ¡Boludo! contesto como
para mi.
Me voy a descansar un rato.
El pide una botella de JB y se sirve un vaso sin hielo. Yo acompaño el mío con
2 piedras. Nos relajamos y brindamos sobre el absurdo de esa última noche
limeña.
Preparamos los respectivos
canutos con la incertidumbre de no saber que cantidad hemos comprado. El
estuche de mi flauta queda a prueba de cualquier control aduanero. Su maletín
no parece brindar la misma seguridad. Intento retocar el falso fondo de su
ataché pero el resultado final no me convence... Mañana será otro día –pienso-
ahora hay que cenar y descansar. Eso le propongo pero el arguye no tener
hambre... está duro como una puerta... Y quiere seguir tomando.
Yo encaro mi cena y lo dejo
en la habitación. Al regresar su estado es preocupante por demás. Me encomiendo
a los dioses e intento dormir.
Me despierto al cabo de unas
horas y compruebo que mi colega no está. Intento conciliar el sueño nuevamente
y cuando la claridad del alba que me despierta, recortándose en el marco de la
puerta asoma la figura de Luccone. Está completamente desaliñado: la camisa
hecha jirones, la cara magullada, el labio partido y un ojo en compota. Parece
un retrato de Bacon.
Me explica sollozando que se
fue a la disco y en un entrevero de polleras cobró a lo grande. Está
desesperado por su aspecto, y el viaje; en ciernes. Un nuevo y alarmante signo
de preocupación me embarga rápidamente: encarar migraciones con 1 kilo y un
fulano en ese estado brinda pocas garantías. Pero la partida es inminente.
Trato de no pensar demasiado. Andá y duchate con agua fría, despejate bien y
después vemos como te arreglamos, dale que no hay tiempo; le digo intentando
ocultar mi desesperación. Por si hay cuestionamientos a su aspecto armo la
coartada de que sufrió un intento de robo la noche anterior... no es tan
convincente ni original como su aspecto, pero algún texto hay que tener para
pelar...
Llegamos al aeropuerto a las
6:00. Encaro migraciones con absoluta confianza en mis fuerzas y una simpática
y positiva actitud. El socio decide tomarse unos minutos antes de enfilar ¿al
matadero?... Paso sin contingencias y lo saludo desde la sala de embarque. Me
mira asustado y pienso que su cara es una invitación a perder...
Afortunadamente el oficial de migraciones estaba en un buen -¿o mal? día y
después de un extenso interrogatorio pasa al próximo nivel. El primer escollo
está salvado.
Gran alivio gran.
Ahora vendrán ocho horas de
viaje hasta Ezeiza, serán horas a bordo de un 747 en el que, apoltronado en su butaca del pasillo, Luccone
abría reiteradamente su attache y lo rociaba copiosamente con Opium YSL –su
fragancia predilecta- hasta el desembarco en tierra patria…
Allí nos espera el verdadero
filtro. Me dirijo a la fila “Nada para declarar” y salgo airoso ante el cálido
recibimiento del agente aduanero. El compañero Quique también pasa
exitosamente.
Es una hermosa mañana de
sábado y atravesamos las puertas de salida buscando un confortable remís...
La vuelta depara días de
vida agitada. Sin haber meditado previamente en las vicisitudes que acarrearía
el deshacerme de tamaño cargamento –finalmente habría de resultar poco mas de
un kilo y medio (y no dos...) que dividimos en partes iguales...
De golpe me veo atendiendo
un “kiosko” para un público invasivo que no respeta horarios ni límites cuando
trata de procurar su dosis. Me siento en un submundo indeseable en el que la
sórdida densidad que reina impregna cada gesto.
Sin embargo –quizás cebado
por el ingreso de guita fácil- acepto una “invitación” del Ferchu para un nuevo
viaje –esta vez a Santa Cruz de la
Sierra , Bolivia- y hacia allá me dirijo el 16 de mayo para
regresar en cuatro días –esta vez con el peso correcto y sin mayores
contratiempos- con otro kilo en el estuche de mi flauta (aquella que me
acompañara en el metro catalán...)
Otra vez al ruedo y al
“kiosko” indeseado, pero ahora con más experiencia en el tema, manejando mejor la
situación, poniendo límites: “sofisticando” la actuación monto un personaje de
“dealer-dandy-chic” que, ataviado al uso new-wave ochentoso despachaba sus
raciones desde Shams –boliche nocturno en el que disponía de un rincón
exclusivo con mesita personal y frapera de champagne ad-hoc… (y buehhh, quien
no tuvo su fantasía little Italy; la mía, a la “façon de Marseille”).
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