domingo, 5 de abril de 2015

Little Amsterdam

Ø  LITTLE  AMSTERDAM


Ahora un enorme ferry habría de llevarnos hasta Holanda. Las aguas del canal estaban turbulentas y las cuatro horas de travesía agitaban nuestros estómagos y cerebros en demasía. 

Nevegamos  en ese canal durante un tiempo impreciso. Entre copas y algún film de ocasión, al desembarcar -como muestra de buena voluntad y queriendo exorcizar el demonio británico- subimos al auto a una pareja imperial que hacía dedo a la salida de la aduana e iba en busca de un lugar en las afueras de Amsterdam. Allí los esperaban amigos que les darían alojamiento, dijeron.

Es una inmejorable ocasión para introducirnos amistosamente en la Casa de Orange, pensamos...

Llevábamos dos horas de viaje, caía la noche. El pretendido lugar no aparecía. Los caminos  se intrincaban en laberínticos diseños atravesados por incontables canales –algunos, sobre el nivel de tierra firme, hacían más incomprensible aún la geografía del entorno…  La señalética, un idioma plagado de consonantes adheridas (imposibles de articular) y una sucesión de ciclistas circulando por la ruta entera voluntad, se conjugaban para el yerro del conductor (a la sazón yo).

Luego de varias maniobras guiadas por el dúo en cuestión –y cuando mi sentido de la orientación ya había sucumbido ante el copioso hachís que nos ofrecieron- nos topamos –en medio de un descampado- con un enorme hangar incrustado en la nada.

Here it is! exclamaron a dúo los británicos, y, como ante un imprecatorio abracadabra se abrieron las gigantescas puertas del desproporcionado galpón.

Nos enfrentamos a una visión dantesca: infinidad de casas rodantes repartidas desordenadamente alrededor de innumerables fogones. La música, que retumba poderosa y constante, sumada al denso humo del ambiente; detona el clima de aquelarre psicodélico que impera bajo la gigantesca bóveda enchapada.

El fuego provee luces y sombras que deforman los rostros de los extraños habitantes de ésta desmesurada burbuja metálica.
Nuestros viajeros son bienvenidos y saludados con afecto en un gesto que denota su pertenencia a esta singular cofradía.
Como viajeros introducidos en la corte de Kubilai Khan, nos invitan a pasar a uno de aquellos inverosímiles trylers…

 Allí, derramada en una chasse longue de terciopelo carmesí, nos recibe ella: The Acid Queen... El riguroso vestido negro, largo y profundamente escotado se adhería a un cuerpo enjuto del que sobresalían dos voluminosos pechos y un par de brazos longilineos que remataban en manos angulosas coronadas por filosas uñas azabache.
Sus labios, color sangre, florecían en un rostro blanco de toda blancura en el que la desnudez de la calvicie y la ausencia de cejas acentuaban la presencia de los ojos incoloros como medusas
Como flotando entre volutas de humo intenso, su incompleta silueta en contraluz se recortaba en la penumbra, mientras, sonriéndonos indecentemente, succionaba con desdén la gastada boquilla nacarada de un narguile estrafalario.

Pasada la primera impresión pudimos apreciar en detalle la estremecedora carencia de la enigmática presencia: algo faltaba en la esbelta figura de la reina.
Al torso le faltaban las piernas.

Sin palabras, compartimos el ritual de la fumata y, en un estado más crítico aún del que teníamos al llegar, nos despedimos de los amigos británicos externándonos hacia un camino sin rumbo ni vocales...

Llegamos a Amsterdam a medianoche, cuando el músculo duerme y la ambición –también allá- descansa. Close. Todo estaba cerrado. Sin guía ni rumbo vagamos por una ciudad desierta, extranjera en su lengua devenida una interminable sucesión de canales y consonantes.


Ya repuestos del iniciático recibimiento inicial, la primera y “real” impresión de la bajas tierras fue la simpatía de sus gentes –y la belleza sonriente de sus apetecibles rubias diligentes, solícitas, eficientes...
 El idioma era incomprensible, pero la disposición de los holandeses y nuestro módico inglés bastaron para entendernos entre consonantes.

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