Junio del '77. Pleno invierno en la ciudad, fría por fuera, gélida por dentro. El tiempo parece detenido,
la espera se hace intolerable. Para aliviarla organizamos un nuevo viaje a
Bolivia –cuya altura, su cultura y la promesa de aventuras eran un imán de
poder irresistible- con mi inseparable amigo Dicky.
Con la excusa de traer
sweters de lana de llama y alpaca para luego venderlos en Buenos Aires, nos
montamos al traqueteo del Estrella del Norte que nos lleva hasta La Quiaca pasando por la
ominosa noche tucumana.
El 20 de junio cruzamos a
Villazón para, desde ahí, subirnos al ferrocarril boliviano que nos dejará en La Paz. El trayecto rebosa de
imprevistos: coyas con sus cargas portentosas ocupando los asientos, animales
de corral compartiendo los vagones; absurdos controles aduaneros que obligaban
al pasaje a evadirse por los techos del convoy en movimiento, gente viajando,
comiendo y durmiendo por el piso.
Cercados por una gritería
permanente, olores penetrantes a comida, domados de prepo en los incontables
retenes militares, y con etcéteras varios sucediéndose durante esos días de
marcha forzada; avanzamos despacio por el riel atravesando eternos túneles,
rodeando cerros yermos y cortando el áspero altiplano de Oruro hasta llegar a La Paz y allí enfilar hacia el
Hotel Italia –un clásico tugurio de gringos en tránsito...
Cumplida la “misión
comercial” nos concedemos una bien merecida “licencia turística”: Será una
memorable escapada a los Yungas paceños.
Aquel amanecer invernal
dejamos La Paz
rumbo al trópico, cercano en kilómetros pero tan lejano en su sinuoso
recorrido. Abordamos la caja de un camión repleto de viajeros con rostros tallados
en el tiempo y mirada inescrutable -indios nobles de pieles curtidas; inmutables,
con la dignidad de su raza forjada en antigua y camuflada resistencia.
De arranque nomás –todavía
clareando- el ascenso a El Alto escarcha nuestro aliento y en los bolsos ya no
queda más abrigo que ponerse...
Seguimos escalando hasta los
5.300 helados metros, las gélidas alturas de Chacaltaya -las cumbres recortadas
contra en cielo. Los picos nevados al alcance de las manos y las manos
congeladas. Sobre las caras ateridas, el cielo iluminado por el leve sol del
amanecer. A la vera del camino llamas altivas en corrales de piedra gris y un
pastor solitario e imperturbable que ignora nuestro paso ruidoso.
Trabajosamente trepa el camión por el camino barroso de aguanieve.
Cuando la cuesta lucía
invencible el camión se toma un respiro y respira: detrás de una cerrada curva
aparece un declive descendente en el camino. La marcha se aligera, lentamente
el frío va cediendo. La montaña árida, ascética y desértica se salpica de algún
verde aventurado. Los indios con los que viajamos sonríen tímidamente; los
rostros se ablandan.
El frío afloja. El vehículo
apura el descenso con ganas renovadas. El aire se carga de humedad. El calor se
deja sentir reviviendo los cuerpos encerrados. Los pasajeros se sacan sus
ponchos, abrigos y gorros. El ambiente se va animando. El verde del paisaje
invade la senda.
Han transcurrido tan sólo
tres horas de viaje y todo fue cambiado a cada instante. Las caídas de agua
llueven vigorosas al borde del camino. Hace mucho calor y unos enormes pájaros
vuelan sobre nuestras cabezas. Siguen amistosos al camión y parecen rozarnos en
su vuelo circular. Los indios ríen francos y saludan a las aves ¡las Marías!
¡las Marías! gritan alegres y a coro. Dicky y yo nos miramos asombrados. Ya
estamos todos en camisa. El calor abruma. El verde arbóreo de la selva es
compacto y generoso. El trópico revela sus humores. Los arroyos tejen
corrientes veloces a la vera del camino. Una imagen insólita aparece
recurrente: gente de raza negra vestida de coya. Cholos negros. Son los descendientes
de remotos esclavos coloniales que al liberarse se asimilaron a la cultura
aymara. Hermanados con el indio se afincaron en estos valles tropicales; y
aquí, la generosa selva adoptiva les devolvió el recuerdo de la perdida madre
África.
Estamos en los Yungas. Es
mediodía y después de siete horas de viaje llegamos a Caranavi que será el
símbolo inolvidable de nuestra visita a La Paz.
Aquí pasaremos una semana
alucinada de baños en un río torrentoso, comiendo deliciosos mangos, chirimoyas
y papayas; jugando algún partido de fútbol en un claro de la selva, con la luna
y el sol como testigos silenciosos de un generoso 12 a 9 en medio de aquel
atardecer estereofónico.
Recargados, volvimos a la Paz y desde allí -con los
bolsos repletos de artesanías y el corazón ampliado de emociones- pegamos la
vuelta a Buenos Aires.
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