martes, 7 de abril de 2015

Para Federico "Dicky" Baxter

Junio del '77. Pleno invierno en la ciudad, fría por fuera, gélida por dentro. El tiempo parece detenido, la espera se hace intolerable. Para aliviarla organizamos un nuevo viaje a Bolivia –cuya altura, su cultura y la promesa de aventuras eran un imán de poder irresistible- con mi inseparable amigo Dicky.
Con la excusa de traer sweters de lana de llama y alpaca para luego venderlos en Buenos Aires, nos montamos al traqueteo del Estrella del Norte que nos lleva hasta La Quiaca pasando por la ominosa noche tucumana.
El 20 de junio cruzamos a Villazón para, desde ahí, subirnos al ferrocarril boliviano que nos dejará en La Paz. El trayecto rebosa de imprevistos: coyas con sus cargas portentosas ocupando los asientos, animales de corral compartiendo los vagones; absurdos controles aduaneros que obligaban al pasaje a evadirse por los techos del convoy en movimiento, gente viajando, comiendo y durmiendo por el piso.
Cercados por una gritería permanente, olores penetrantes a comida, domados de prepo en los incontables retenes militares, y con etcéteras varios sucediéndose durante esos días de marcha forzada; avanzamos despacio por el riel atravesando eternos túneles, rodeando cerros yermos y cortando el áspero altiplano de Oruro hasta llegar a La Paz y allí enfilar hacia el Hotel Italia –un clásico tugurio de gringos en tránsito...

PACTO PARA SIEMPRE

Cumplida la “misión comercial” nos concedemos una bien merecida “licencia turística”: Será una memorable escapada a los Yungas paceños.
Aquel amanecer invernal dejamos La Paz rumbo al trópico, cercano en kilómetros pero tan lejano en su sinuoso recorrido. Abordamos la caja de un camión repleto de viajeros con rostros tallados en el tiempo y mirada inescrutable -indios nobles de pieles curtidas; inmutables, con la dignidad de su raza forjada en antigua y camuflada resistencia.
De arranque nomás –todavía clareando- el ascenso a El Alto escarcha nuestro aliento y en los bolsos ya no queda más abrigo que ponerse...
Seguimos escalando hasta los 5.300 helados metros, las gélidas alturas de Chacaltaya -las cumbres recortadas contra en cielo. Los picos nevados al alcance de las manos y las manos congeladas. Sobre las caras ateridas, el cielo iluminado por el leve sol del amanecer. A la vera del camino llamas altivas en corrales de piedra gris y un pastor solitario e imperturbable que ignora nuestro paso ruidoso. Trabajosamente trepa el camión por el camino barroso de aguanieve.
Cuando la cuesta lucía invencible el camión se toma un respiro y respira: detrás de una cerrada curva aparece un declive descendente en el camino. La marcha se aligera, lentamente el frío va cediendo. La montaña árida, ascética y desértica se salpica de algún verde aventurado. Los indios con los que viajamos sonríen tímidamente; los rostros se ablandan.
El frío afloja. El vehículo apura el descenso con ganas renovadas. El aire se carga de humedad. El calor se deja sentir reviviendo los cuerpos encerrados. Los pasajeros se sacan sus ponchos, abrigos y gorros. El ambiente se va animando. El verde del paisaje invade la senda.

ZAMPOÑA , MELENA Y PONCHO...
Han transcurrido tan sólo tres horas de viaje y todo fue cambiado a cada instante. Las caídas de agua llueven vigorosas al borde del camino. Hace mucho calor y unos enormes pájaros vuelan sobre nuestras cabezas. Siguen amistosos al camión y parecen rozarnos en su vuelo circular. Los indios ríen francos y saludan a las aves ¡las Marías! ¡las Marías! gritan alegres y a coro. Dicky y yo nos miramos asombrados. Ya estamos todos en camisa. El calor abruma. El verde arbóreo de la selva es compacto y generoso. El trópico revela sus humores. Los arroyos tejen corrientes veloces a la vera del camino. Una imagen insólita aparece recurrente: gente de raza negra vestida de coya. Cholos negros. Son los descendientes de remotos esclavos coloniales que al liberarse se asimilaron a la cultura aymara. Hermanados con el indio se afincaron en estos valles tropicales; y aquí, la generosa selva adoptiva les devolvió el recuerdo de la perdida madre África.
Estamos en los Yungas. Es mediodía y después de siete horas de viaje llegamos a Caranavi que será el símbolo inolvidable de nuestra visita a La Paz.
Aquí pasaremos una semana alucinada de baños en un río torrentoso, comiendo deliciosos mangos, chirimoyas y papayas; jugando algún partido de fútbol en un claro de la selva, con la luna y el sol como testigos silenciosos de un generoso 12 a 9 en medio de aquel atardecer estereofónico.

Recargados, volvimos a la Paz y desde allí -con los bolsos repletos de artesanías y el corazón ampliado de emociones- pegamos la vuelta a Buenos Aires. 

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